Cuando era más joven, viajando por las Highlands escocesas, fuimos a parar una noche con mi pareja y unos amigos a un Bed&Breakfast regentado por una señora que vivía sola. La noche era cerrada y no se veía el paraje que rodeaba la aislada casa. A la mañana siguiente el espectáculo era grandioso: nos encontrábamos al borde de un lago en el que se reflejaban las montañas de enfrente cubiertas de brezo morado. Desayunamos frente a un gran ventanal que enmarcaba el precioso paisaje. La señora nos contó que era viuda, que vivía sola y que tenía el B&B para aliviar la soledad. Le preguntamos que cómo era vivir en un lugar tan bello y ella, sorprendentemente, nos contestó “I don’t see the beauty anymore” («ya no veo la belleza»)
Me quedé impactada con la respuesta y años después todavía la recuerdo. La señora estaba tan triste que su emoción empañaba la visión de lo que había fuera y, además, su mirada estaba tan habituada a la belleza del paisaje que ya no la apreciaba.
Ver todos los días el mismo paisaje y verlo desde la tristeza le había insensibilizado a la belleza. Esto nos ocurre casi cada día a muchas personas. El hábito nos insensibiliza de tal manera que lo que puede ser una vivencia extraordinaria para otros, ha dejado de tener valor para nosotros. Podemos estar hablando de un paisaje, de una experiencia, de una concepción de nosotros mismos… Dejamos de estar disponibles para la experiencia plena de vivir, ya que estamos al servicio de nuestros juicios, creencias y hábitos internos.
De vez en cuando creo que es interesante poner una atención más cuidada en lo que veo y mirar. Mirar y respirar. Dejarnos sorprender por las personas, los paisajes, las rutinas, los temas que nos rodean, observarlos con mirada nueva. El primer paso quizás sea mirarnos dentro, atenta y amablemente.
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